domingo, septiembre 23, 2007

El y Ella (Cosas que pasan todos los días)

EL
Aparqué frente a la puerta misma de la oficina de correos y me entretuve rellenando el formulario de la carta certificada que enviaría a Madrid. Intuí que un coche paraba delante del mío y alcé la vista, un movimiento de rutina que me dejó ver una pequeña furgoneta estacionada casi a cuarenta y cinco grados, de la que se apeó una mujer rubia que cargaba un bolso y unos cuantos sobres. Se la notaba apurada, por el paso largo, aunque en un momento desvió la vista hacia donde yo estaba, cruzando nuestras miradas por un instante. Me llamó la atención la trenza en la que envolvía su cabello.

ELLA
Sabía que por estar apurada, no encontraría lugar para estacionar en la puerta del correo. Eso no falla jamás. Como pude, medio de punta, aparqué la furgoneta y bajé rogando no tener que esperar demasiado. Los funcionarios de correos y especialmente los que me tocan en suerte, siempre son lentos, algo que me exaspera. Al bajar vi que desde el coche que estaba detrás del mío, un tipo que me miraba. Intenté no girar la cabeza, pero antes de traspasar la verja de entrada, miré hacia él, que buscó disimular jugando con un bolígrafo entre sus labios y haciendo que pensaba, vaya a saber en qué.

EL
Cuando entre a la oficina, que esta en una planta baja luego de atravesar un pequeño jardín, había dos personas esperando ser atendidas: la rubia, que ya había apoyado su lote de sobres en el mostrador, y un anciano que entró justo antes que yo. El único funcionario en ese momento, hablaba por teléfono en un despacho contiguo. No me privé de observar a la rubia aprovechando que ella, de espaldas, no podía verme. No era el tipo de mujer que se me hubiera quedado en la mente en otra circunstancia, pero el mero hecho de poder mirarla con atención me hizo ver pequeños detalles que me gustaron. Por ejemplo, calzaba unas sandalias que dejaban sus pies casi desnudos y éstos eran realmente bellos; además llevaba puestos unos pescadores color natural de tiro bajo y una remera blanca muy corta que dejaba descubierto parte de su cuerpo . En un momento, al ponerse de perfil, para ser atendida, pude ver la curva perfecta de su cola y la chatura del abdomen.

ELLA
Milagro divino, -susurré para mí al entrar-, nadie esperando. Error: la funcionaria, que hablaba tranquilamente por teléfono en el despacho del jefe, ni se inmutó al verme aparecer. Apoyé, o más bien arrojé con violencia, los sobres en el mostrador pero no fue suficiente para que cortara la comunicación como hubiera debido hacer. Miré a través de la ventana que da al pequeño jardín que separa el edificio de la acera y bajaban, caminando lentamente, un anciano y el tipo del auto. Supuse que al haber tres personas esperando, apuraría el trámite del teléfono. Otra vez error, así que a seguir estirando la paciencia. El anciano, que tosió un par de veces y el tipo del auto, que continuaba mordisqueando el bolígrafo, parecían tener todo el tiempo del mundo, por eso, seguramente se entretuvieron mirándome el culo. Sentía sus miradas con la intensidad de un masaje. Esta vez no quise volverme: era como preguntarles ¿les gusta?. La funcionaria apareció con la mejor cara y sus movimientos en cámara lenta.

EL
El anciano también se entretuvo observando a la rubia. En determinado momento hasta giró para intercambiar conmigo una mirada cómplice y una sonrisa. Seguramente, ella estuviera sintiendo el peso de nuestros ojos. Las mujeres saben cuando las están observando y sin importar el sexo del observador, es algo que les halaga. De todos modos, mantuvo la postura e hizo como si nadie estuviera detrás, aunque al retirarse no se contuvo de echarnos una ojeada, lo que motivó un pequeño tropiezo con un paquete que el anciano cargaba en su mano izquierda. Sólo la relativa agilidad de éste, al levantar el brazo, evitó que la rubia se fuera al suelo. Apenas sonrió dando las gracias y se marchó rápidamente, a pesar de lo cual, noté que un fuerte rubor encendió su rostro.

ELLA
Sin importarle que estuviera con prisa, pasó cada sobre por el lector óptico, pegó con irritante parsimonia cada etiqueta y luego emitió la factura antes de cobrarme. Deben haber sido pocos minutos o tal vez ni siquiera eso, pero me parecieron tiempo suficiente para sentirme radiografiada por los dos tipos que aguardaban su turno. Al retirarme me resultó imposible evitar el cruce de miradas. El hecho de que el anciano estuviera mirando hacia mi ombligo hizo que me distrajera y tropezara con algo que llevaba en su mano. Por poco no me fui al suelo. A pesar de ello, el tipo del auto, ni se movió. Dije gracias y salí como alma que la lleva el diablo, mientras sentía que toda la sangre de mi cuerpo se concentraba en mis mejillas.

EL
Cuando salí, me sorprendió que la rubia permaneciera dentro de la furgoneta hablando por teléfono. Sólo hacía movimientos afirmativos con la cabeza y sonreía con frecuencia. Pero, ¿hablaba realmente o era sólo un pretexto para permanecer allí a la espera de que yo saliera?. La verdad es que ella en ningún momento pudo observarme con detenimiento y ahora tenía su oportunidad. Aunque me pareció absurdo mi pensamiento, la posibilidad de que así fuera, elevaba mi autoestima.

ELLA
Todo sucedió tan rápido que no podía recordar el rostro del cretino del auto, que no movió un dedo para evitar que me cayese. Cuando fui a poner el vehículo en marcha sonó el móvil. Era mi socio para avisarme que él ya había ido al banco, previendo que yo no pudiera hacerlo a tiempo. Me hizo gracia que cuando le conté que casi me había ido de bruces al suelo, me dijera que la próxima vez le avisara, así me dejaría caer en sus brazos. En eso apareció el tipo del auto haciéndose el distraído pero con la vista clavada en mi. Avanzó lentamente como si yo estuviera esperándole. Lo ignoré por completo. Corté la llamada, arranqué y me fui.

EL
La cosa es que la rubia se quedó en mi cabeza el resto del día. Eran su trenza, sus pequeños y perfectos pies, el color dorado de su piel en las fronteras adyacentes del ombligo y la suave curva de la cola y el pecho. En definitiva, que poco sabía de su rostro. Me di cuenta que no podía recordar su color de ojos, ¿pero los había visto realmente?. Por momentos sentí no haber estado a la altura de las circunstancias: debí haber intentado un acercamiento. Sobre las nueve de la noche pasé por el supermercado a comprar víveres. pues mi nevera me había dado el ultimátum. Me acerqué a una caja rápida y no pude creer que la persona que estaba delante fuera la rubia. Una primera reacción fue la de buscar otra caja, pero la sensatez me obligó a quedarme allí. Era una oportunidad y no iba a desaprovecharla. Ella tardó en darse cuenta, porque hablaba por el móvil. Sólo alcancé a oír lo último que dijo: “quédate tranquila que no me olvido...luego te llamo... un besito”. Cuando le tocó el turno me vio, seguramente por el rabillo del ojo. Esta vez yo no estaba observándola como en el correo; ahora quería mirarle directamente a los ojos, necesitaba leer algo en ellos. Apenas se giró, dije “hola, ¡qué casualidad!”. La rubia sonrió y también dijo “hola”. Pero no hubo tiempo para más nada. La cuenta estaba lista y la cajera aguardaba el pago. Antes de hacerlo pidió que le cargaran diez euros en la tarjeta de teléfono. Para ello, dijo lentamente cada uno de los nueve dígitos. Memoricé el número que no era fácil. Lo había hecho a propósito. Me estaba pidiendo que la llamara, sólo era cuestión de marcar. Mientras se alejó hacia la puerta me quedé mirando aquella forma casi perfecta de cuerpo de mujer: era realmente hermosa. Luego de pagar, anoté el número en la parte de atrás del ticket y me fui agradecido de mi buena fortuna.

ELLA
Pasé el resto de la tarde en la fábrica, preparando envíos y supervisando que en las cajas no faltase ningún artículo. Le conté a mi socio los pormenores de lo sucedido en el correo, donde no me caí de pura casualidad. Me preguntó qué me hubiera dolido más, si el golpe o el ridículo. Por supuesto que el ridículo, respondí. Le expliqué que me había sentido incómoda al saberme observada por aquellos dos hombres y que seguramente por eso no vi dónde caminaba. Al salir de la oficina pasé por el supermercado. Casi me desmayo cuando estando ya en la caja para pagar, veo que se acerca el tipo del auto. Me pareció que dudó en cambiarse de caja, pero al fin se puso detrás de mi. ¿Querría seguir observándome? ¿Es que no le fue suficiente lo del mediodía?. A un mismo tiempo, el tipo que ahora miraba con desesperación, la cajera que pasaba la compra por el lector de barras y el móvil que sonaba. Mi observador intentó iniciar una conversación. No se por qué pero le respondí, tal vez un acto reflejo: te saludan y saludas. Pero la cuenta estaba hecha y la compra en la bolsa. Me fui tan rápido como fue posible, pero esta vez, cuidando de no tropezar con nada ni con nadie. Antes de poner en marcha el auto llamé a mi abuela para avisarle que tal como me lo pidió, había cargado su tarjeta del móvil.
LA ABUELA
¿Quién...? No, hijo... ni llevo trenza ni nos vimos en el correo...