miércoles, abril 29, 2009

Simplemente, gracias.

Adiós, no quiero nada.



Idea Vilariño, la gran poeta y ensayista uruguaya ha emprendido el último viaje.
Se lleva los misterios de una vida de la que nos dejó saber muy poco; nos deja una obra para que cada uno construyamos nuestra propia Idea.
Rechazaba las entrevistas y hablar de su intimidad.
“Para eso está mi poesía”, habrá pensado tantas veces.
Fue docente en colegios secundarios y seguramente habrá mucha gente que hoy recordará su voz y su carácter llenando un aula en su hora de literatura.
Escribió a la muerte y al amor, fundamentalmente.
Militó en política y transitó sola por la vida.
Fue y será una figura relevante de las letras uruguayas.
Al final del camino la esperan Delmira Agustini, Maria Eugenia Vaz Ferreira y Juana de Ibarbourou entre otras. Habrá una gala de bienvenida y se leerán muchos poemas entre abrazos y brindis.
Tal vez detrás de los visillos de alguna puerta entreabierta, Juan Carlos Onetti aguarde, con la ansiedad de un adolescente, el reencuentro con su gran amor.

Quisiera morir
ahora
de amor,
para que supieras
cómo y cuánto te quería
Quisiera morir,
quisiera
de amor,
para que supieras

............................................................

Adiós
no quiero nada.
Adiós, adiós.
No puedo repetir
más los gestos,
las palabras.
Adiós.
Ni siquiera tu vida aceptaría.
Menos
esa difícil sonrisa
que me muestras.

sábado, abril 04, 2009

Cuento y Ejercicio

El Cuento



Pasaba horas mirando a través de la ventana de aquel bar que daba a la Plaza Mayor. Cada tanto escribía algunas palabras en un cuaderno de tapas verdes. No parecía estar allí para escribir sino más bien para observar pasar el tiempo de un modo indolente. Para ello, ocupaba invariablemente la misma mesa y fijaba la vista en la misma dirección. Siempre pedía lo mismo: un café descafeinado de máquina, cortado con leche templada; luego lo revolvía hasta el hartazgo a pesar de no ponerle azúcar y cuando estaba casi frío, lo bebía de un sorbo.
El camarero, al principio y después de un tiempo prudencial, se acercaba a ofrecerle algo más, pero últimamente había dejado hacerlo. A pesar de estar cuatro o cinco horas cada día, sólo consumía ese único café con leche. Había logrado aislarse totalmente en aquel escenario. Tanto en su comportamiento como en su actitud podía observarse algo que indicara alguna forma de anomalía. La vestimenta lucía prolija aunque no era moderna y su aspecto era aseado.
Los habituales al bar, casi todos oficinistas y empleados en los edificios aledaños, hablaban por lo bajo y hacían conjeturas.
“La ciudad está llena de personas que no tienen adónde ir”, sostenía el camarero. “Vaya a saber en qué lugares pasa el resto del tiempo y la noche”, repetía otras veces, con un aire de conmiseración, a quién quisiera oírle. Muy pocos recordaban su voz, porque hablaba en un tono muy bajo, casi en susurros.
Solía llegar puntualmente a las nueve y marcharse entre la una y las dos de la tarde. Antes de retirarse sacaba una moneda de un euro que dejaba junto al servilletero; saludaba apenas levantando su mano y salía a paso ligero y silencioso en dirección a la avenida. Nadie conseguía calcular el tiempo transcurrido desde la primera vez en que había entrado al bar, pero todos estaban de acuerdo en que estaría próximo al año.
Una tarde de diciembre, sin embargo, se marchó sin que nadie lo notara. Cuando el camarero miró hacia la mesa, ya no estaba. Pudo ver en cambio, la moneda junto al servilletero pero le llamó la atención también, el cuaderno de tapas verdes en un costado. Se acercó a recoger la taza y también cogió el cuaderno. En ningún momento se le pasó por la cabeza abrirlo, simplemente lo colocó en un estante elevado a la espera de devolvérselo al día siguiente, pero no volvió jamás.
Pasados los primeros días, en que los habituales echaron en falta aquella extraña presencia que ya formaba parte del paisaje interior del bar, su recuerdo se fue desvaneciendo como si disipa la niebla otoñal bajo el sol del mediodía. Una mañana lluviosa, casi dos meses más tarde, alguien entró preguntando por aquella persona. Traía consigo una fotografía que enseñó al camarero. Éste, moviendo apenas su cabeza dijo lacónico: “no, no es alguien que venga por este bar”.

El ejercicio:
Si llegaste al final del cuento, me gustaría saber -además de si te gustó o no (las críticas despiadadas también son bienvenidas), -el sexo y la edad aproximada del personaje que fue creando tu mente y cualquier otra cosa que te sugiera.

miércoles, abril 01, 2009

Mi recuerdo

El día que ALFONSÍN hizo crecer la ilusión



Aquel domingo 30 de octubre de 1983, me fui temprano a la casa de mis viejos en El Palomar a comer un asado y a esperar que el cambio que se vislumbraba, terminara de hacerse realidad. Los respectivos cierres de campaña daban una ventaja al Dr Alfonsín. Por su parte, Herminio Iglesias, sin quererlo obviamente, le había hecho al país el más grande favor de toda su historia. Las cartas estaban echadas y todo indicaba que Argentina renacería de sus cenizas.
Un año atrás, al finalizar Malvinas, me había comprado un taxi: un Dodge 1500 con la matrícula 3294. Desde mi lugar de conducción había tenido tiempo de sobra para palpar el peso específico que tendrían las elecciones. No se hablaba de otra cosa con los pasajeros y confiaba plenamente en el triunfo de Alfonsín. Mi hija Nadia, con apenas un añito y meses, ya hacía el gesto típico del Radical y repetía “A-chu-chín, A-chu-chín” con una sonrisa y mucha gracia.
El día fue muy largo y la noche se estiró casi hasta la madrugada. Sin internet, ni boca de urna; sin sistemas informáticos capaces de procesar rápidamente la información y generar proyecciones, sólo quedaba plantarse frente a la tele o pegarse a la radio a esperar y sumar. Recuerdo que volviendo a mi casa, aun sin la certeza del triunfo de la UCR, se respiraba un ambiente festivo en las bocinas y banderas radicales y argentinas. Al día siguiente la nación había vuelto a nacer y Alfonsín se transformaba en la gran esperanza para un pueblo que había visto morir a dos generaciones en la más triste decepción. Creo que quienes confiamos en el cambio sentíamos una especie de orgullo al ser protagonistas de aquel presente.
La alegría duró poco porque los nostálgicos de la Argentina pasada no se resignaron. Militares y sindicalistas, cada uno con objetivos e intereses bien definidos, decidieron que debían luchar hasta el final por conservar su poder y sus privilegios. En poco más de cuatro años, el presidente soportó tres alzamientos militares y una decena de huelgas generales que, sumado al frenesí de un poder económico que jamás dejó de especular, fueron minando la salud precaria de la nueva nación.
Alfonsín ha muerto y se lleva el privilegio de ser el último político de buenas intenciones que tuvo el país. Deberá ser recordado como el “Hombre de la Democracia” pero también como el único en la historia al que no se le juzgó por deslealtad o corrupción.
Cuando se están por cumplir 22 años de la rebelión de Semana Santa, todos sabemos que la casa hace mucho tiempo que dejó de estar en orden. Argentina tuvo en Alfonsín a un político de la talla de Felipe González, que, al contrario de lo que ocurriera con el español, no pudo poner de pie y a caminar a su patria. Todo lo que vino después, llámese Menem, Duhalde, DelaRua o Kirschner simplemente, apenas alcanzará para llenar las aburridas páginas de los libros escolares de historia.